Queridos:
Desde mi nuevo hogar rural y con mi recién estrenado ordenador portátil, quiero compartir con vosotros una reflexión sobre el frío. Algunos ya sabéis que me he mudado a la casa de mis abuelos, en un pueblo cerca de Calatayud, que apenas llega a doscientos habitantes y a una treintena de gatos (por cierto, dos de ellos me han adoptado y aparecen, asiduamente, en el alféizar de mi ventana para que les alimente. Ahora, cuando voy al supermercado paso más tiempo eligiendo productos en el pasillo de comida para mascotas que en el de vinos, ¡qué cosas...!).
En estos días otoñales, encajo las ausencias recientes de mi vida y acojo las nuevas presencias gatunas y humanas mientras barro las hojas otoñales y veo mudar de color a las parras. Es bonito vivir inserta en un paisaje cambiante, así como retomar amistades de la infancia y darse cuenta de que la conexión continúa intacta, pese al paso del tiempo.
Foto de
Domie Sharpin en
Unsplash.
Llevo un mes viviendo al estilo Robinson Crusoe, partiendo leña, encendiendo el fuego al atardecer, poniendo burlete en los marcos de las puertas..., en una lucha cotidiana, a pulso, contra el frío; de momento vamos uno a uno; la semana pasada estuve a punto de tirar la toalla y emigrar en busca de un alojamiento más cálido, pero, hace un par de días, hice un hallazgo portentoso y rescaté la vieja mesa camilla con faldas y brasero eléctrico desde donde os escribo, placenteramente, con los pies rustidos y los muslos cálidos. La temperatura de la habitación señala trece grados centígrados pero yo enciendo el brasero, me arropo con las faldas y en pocos minutos mis pies y mis órganos internos están rusientes. Nunca pensé que pudiera estar cómodamente a tan pocos grados ambientales: he de admitir que no tengo frío aunque sí lo siento, ¿será que me he acostumbrado paulatinamente al fresco de la casa?, ¿o que cuando uno tiene los pies calientes, el calor se propaga por todo el organismo? Una amiga me comentó hace poco que los orientales, en invierno, no se esfuerzan en calentar el aire que les envuelve sino en calentarse ellos mismos por dentro, por eso toman té y bebidas calientes todo el tiempo: un cambio de perspectiva, desde luego. Ellos sienten el frío.
En este mes de noviembre, me pongo en el lugar de mis abuelos que vivieron aquí en la década de los años cincuenta, donde no había calefacción sino estufas de leña, cocina económica y braseros, y empatizo con ellos, admirada. Eran personas fuertes, resistentes; el frío ejercita nuestra resistencia, nos enrecia y vigoriza.
Por el momento, este otoño está siendo benigno y, aunque esta noche haya tenido lugar la primera helada significativa (dejando mi cuarto de baño a diez grados), hoy luce un sol espléndido que aumentará la temperatura de la casa.
Me llama la atención la dinámica que uno sigue en estas viviendas grandes de pueblo, orientadas para aprovechar la luz y el calor: si uno abre las ventanas cuando hace sol, la temperatura se eleva en cuestión de una hora; igualmente, en verano, hay que bajar persianas y cerrar a cal y canto todo hasta el atardecer, abriendo después por la noche para que entre la fresca y se enfríe la casa. Antes la gente vivía muy pendiente del tiempo, por eso creo que era y sigue siendo un tema tan recurrente en las conversaciones. Cuando uno vive en un piso con calefacción que se acciona moviendo una ruleta, no es consciente de todos estos procesos. Así pues, aquí me hallo abriendo y cerrando puertas, subiendo y bajando persianas, así como sacando macetas al exterior para que tomen el sol y, luego, entrándolas a casa para duerman dentro sin riesgo a helarse. De hecho, esta mañana he descubierto que la trasdencantia violácea está floreciendo a finales de noviembre: todo un regalo para la vista, debe de sentirse a muy gusto en esta casa soleada retro-vintage, casi tan a gusto como yo.
Por último, os lanzo una pequeña reflexión sobre los espacios: ¿en qué momento hemos pasado de vivir en casas con dos plantas y granero a meternos en pisos de cincuenta metros cuadrados? El lujo es el terreno, el espacio; lo comprendo, especialmente en las ciudades donde el metro cuadrado está por las nubes (recuerdo que cuando viví en París, tomaba café en los diminutos veladores poniendo mucho cuidado en no darle un codazo al de al lado y derramarle el suyo por encima), sin embargo, ¿hasta que punto es sano vivir encajonados en latas de cerillas?, ¿oyendo los ronquidos del vecino a través del tabique?
Foto de Diogo Fagundes en
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Creo que hemos perdido calidad de vida en varios aspectos, especialmente, en lo concerniente a las viviendas: las casas de antes eran autosuficientes, estaban pensadas para tener un huerto al que ir a arrancar las verduras y meterlas en la olla, al que salir a tomar el sol y el fresco sin necesidad de arreglarse o de recorrer largas distancias, un terreno en el que poder respirar el aire sano del campo y meditar. Aquí, en el pueblo, se siente el paso de cada segundo y eso, inevitablemente, le lleva a uno a reflexionar. En nuestras vidas actuales citadinas, me temo que se han constreñido tanto el espacio como el tiempo de reflexión, y eso conlleva una pérdida sustancial de calidad de vida.
Al atardecer, cuando enciendo el fuego en la chimenea, pienso en el poder calorífico de la leña (que es instantáneo y exigente), sintiéndome conectada con todas las generaciones de humanos que han buscado refugio y se han calentado haciendo fuego. Existe algo mágico al oír crepitar la leña en el hogar y observar el baile azulado de las llamas (no tiene nada que ver con hacer girar la ruleta del termostato de la calefacción).
Quizá las nuevas circunstancias actuales de crisis energética nos lleven a valorar la vuelta a las casas de los pueblos, a los huertos y a la leña; a encender el fuego por las noches, a habitar los terrenos olvidados y a batirnos en duelo con el frío.
En mi caso, espero ganarle la batalla este año. Os mantendré informados. Entretanto, sed buenos, felices y, ante todo, mantened vuestros órganos vitales calientes (como sabios orientales).
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Eva Zalagarda