Desde el balcón de mi casa pirenaica, veo la escuela del pueblo: hoy, sin niños ni bullicio (con ese silencio inquietante que a veces producen los lugares vacíos, tales como los museos o los aparcamientos subterráneos...).
Cuando escribí este poema, vivía en Lyon, Francia, y la ventana interior de la estancia de mi casa daba al patio de recreo de un colegio.
Era un estudio tranquilo, pero, en determinados momentos de la mañana, de lunes a viernes, se oía un bullicio tal que se asustaban hasta las palomas.
Yo sonreía, entonces, en medio del aleteo, y continuaba escribiendo, pues sabía que el estruendo apenas duraría veinte minutos. Aquella algarabía cotidiana me llenaba de júbilo, era como una explosión de energía diaria. A veces, hacía una pausa y contemplaba el escenario desde el cristal: niños correteando, bufandas por el suelo, pelotas en órbita...: puro frenesí enérgico.
Después, cuando sonaba el timbre, todo desaparecía en un momento y se restablecía, de nuevo, la calma.
Este escenario es el que describo en L'école (La escuela) y el poema está dedicado a mi gran amiga, maestra, escritora, filóloga y maga que es Carmen Castán: todo un lujo de amistad pirenaica.
Desde aquí, mi homenaje a ella y a todos los maestros y educadores, por conseguir enfilar y desenfilar (cuando es necesario) a la juventud desatada.
Abrazos desorbitados.
L’ÉCOLE
Para
Carmen Castán.
Chillidos
de
pulmones diminutos...,
carreras
de barítonos
enanos...,
bufandas
arrastradas...,
gorros
por el suelo...,
silbatos
desde labios
tensos...:
enseguida,
la
fila,
la
maestra,
la
última patada...
y
el balón: atrapado
—tras
la verja—.
Eva Antón Bravo, Momento de una fuerza, (Soldesol, 2019).
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